6. La fiesta 1.
Esta noche he tenido un sueño. Estaba en una agencia de
colocaciones. Las paredes y el suelo son de mármol negro, no hay elementos
decorativos -ni plantas, ni cuadros ni jarrones- tan sólo algunas placas
conmemorativas de bronce, especie de hornacinas que recuerdan los nichos de los
cementerios. La luz es muy débil y difusa, apenas se distinguen las caras. Lo
que si aprecio -y esto es contradictorio- es que todos los aspirantes visten
trajes oscuros. Las entrevistas son muy breves, apenas unas palabras,
acompañadas de ademanes secos y bruscos. Cuando me toca el turno se confirman
mis sospechas, al contemplar una mesa de cristal oscuro: estoy en una funeraria
o quizá en “una agencia fúnebre de colocaciones”. El empleado es un hombre serio
que viste luto riguroso, no más un detalle estridente: lleva unas gafas
ovaladas de oro. Es un auténtico profesional, que no escatima su tiempo con
palabras vanas y me espeta a bocajarro: “La parapsicología es una ciencia muy
seria, supongo que tendrá usted la titulación exigida”. “¿Titulación? ¿Qué
titulación?”, le pregunto asombrado. “¿Cómo? ¿No lo sabe?”, me contesta
indignado. “La titulación es la siguiente: ¿Sabe usted imitar el sonido del
avestruz?”
Al llegar a la oficina aún me encontraba bajo un extraño poder
de sugestión: el sueño alargaba sus tentáculos y atenazaba mi personalidad de
vigilia. Yo sabía que la realidad onírica claudicaría ante la tosca y
rudimentaria realidad de la oficina, el poder de la rutina disiparía los
últimos y persistentes vestigios de la pesadilla. No, no me engañaba; todo
seguía igual: Los viejos muebles de siempre, las paredes enmoquetadas, las
bujías macilentas... La complicidad de lo cotidiano me transmitía seguridad y
tranquilizaba mis nervios alterados. Mis sentidos se recreaban en un cuadro
único, donde todo se presentaba transparente y familiar: personas, muebles y
objetos varios, iluminados por una misma luz tenue e uniforme que los
inmovilizaba en un único instante singular e irrepetible. Saludé a mis compañeros,
ellos tampoco habían cambiado. Durante el tiempo que llevaba trabajando en la
empresa, reconozco que siempre habían sabido desempeñar su papel. Desde el
primer día se les había asignado un estereotipo que no siempre convenía a su
naturaleza; la simpatía, la tristeza y la alegría constituían un esfuerzo
resignado, no una cualidad espontánea. Lo cierto es que tan pronto les habían
asignado un rol, ellos se habían esforzado por aproximarse a ese papel. Aquél
que había sido considerado simpático -aunque su natural fuera desabrido y
reservado- realizaba grandes trabajos para consolidar su cliché; aquél tildado
de melancólico - aunque su natural fuera alegre- tampoco defraudaba. Se trataba
no de unos valores espontáneos, sino de una alegría, tristeza y simpatía
resignados; en definitiva, de unos valores estables, seguros, tan inalterables
como los muebles y paredes de la habitación. Del mismo modo, se podía afirmar
que así como cambiaban muebles, cuadros y adornos del despacho, cada tanto
tiempo relevaban a los empleados, que formaban asimismo parte de la decoración.
Pero esta tarde los muebles, las lámparas, los personajes todos
parecían haberse movido en la foto. ¿Qué ocurre en el despacho? ¿Qué hacen los
compañeros vestidos de esa guisa? No es un funeral, a pesar de los rostros
fúnebres; no es un circo ni una feria de chiflados, ataviados con trapos
estrafalarios. Es el último chiste del señor MacKay. Su instinto, su sentido
práctico, ha sabido sacarle partido a la fiesta: MacKay es en última instancia
un hombre pragmático y no un hombre frívolo, sin embargo...
Teckel lleva con gran soltura su “disfraz”. Enfundado en una
malla negra, un pasamontañas con antenas cubre su cabeza. Sobre la espalda
carga una concha - extraño artilugio mitad concha, mitad casa- en la que se lee
el siguiente eslogan: “No lleve su casa a cuestas. Nosotros le proporcionamos
un techo a buen precio”. Teckel es el único que parece contento con su
situación. A decir verdad, el traje le sienta como un guante.
El rostro enfadado de Gatwick concuerda a la perfección con su
disfraz. Ataviado de jefe indio -una hermosa corona de plumas circunda su
cabeza- exhibe un curioso eslogan: “Deje de hacer el indio. Somos gente seria.
Esta noche dormirá bajo techo a un precio razonable”.
Grabe no se ha quedado atrás, ha elegido el disfraz de sofá. Se
mueve con gran dificultad, pero todo sea por complacer al señor MacKay. Aunque
yo creo que el armatoste es un excelente pretexto para quedarse quieto y no
hacer nada. En el respaldo del sofá se lee en grandes letras: “Siéntase como en
su propia casa. Hacemos un hogar a su medida”.
Chapman, tal
vez por elogiar al jefe, se ha vestido de pintor bohemio. Le ha salido el tiro
por la culata. El señor MacKay estaba muy orgulloso de su disfraz, estaba
seguro de que era muy original y el idiota de Chapman...