La teología de la prospe- ridad enseña que todos los
cristianos deben ser ricos. Que algunos no lo son, porque desconocen la voluntad de Dios y, al no confiar en nuestro bene- factor, no siembran las
semillas de fe (dinero). Sacando la Biblia fuera de
contexto aducen que el pecado de Adán hizo perder la productividad al hombre,
que José era un empresario maderero, que Jesús se rodeó de amigos y señoras
ricas y que acaparó tanto dinero que contrató un tesorero. Partiendo de la promesa bíblica del Señor en Mateo 21:22.
– “...todo lo que pidiereis en oración, creyendo lo recibiréis” -, con tan sólo
seguir tres pasos mágicos la prosperidad te sonreirá: “Visualiza lo que
quieres, fórmalo en la mente, reclámalo y Dios hará realidad tus deseos”. La
fórmula es muy parecida a la versión ocultista del mismo tema: “la ley de atracción” del famoso libro “El secreto”, parodiado en los Simpson como “la respuesta”.
En esta misma línea, Frederick MacKay, personaje de
“el señor Teckel”, es el fundador del “mercapanteísmo”. Doctrina
que predica cómo alcanzar la salvación eterna a través de la compra de los
productos MacKay. Sobre
este y otro temas el empresario habló anteriormente en una entrevista publicada
en la Biblioteca de Gotham.
8. El mercapanteísmo.
Las filosofías
de ambos hombres estaban imbricadas en una palabra acuñada por MacKay, el
“mercapanteísmo”. Concepto que aunaba valientemente dos ideas en apariencia
irreconciliables: la mística y el consumismo o, lo que es lo mismo, cómo llegar
a Dios a través del consumo de los más variados productos de la cadena de
hipermercados MacKay.
El cuerpo de MacKay era la historia de una frustración. Una
cabeza voluminosa que descansaba sobre un cuello recio y musculoso. El rostro
reflejaba las contradicciones de un físico deforme: Una frente que tiraba a
rectángulo y se frustraba en trapecio. Unos ojos que se perdían en las
profundidades y hacían grandes esfuerzos por aflorar a la superficie. De vez en
cuando, sin embargo, se adivinaban unos destellos entre azules y verdes que
brillaban en lo más profundo de la oscuridad. La nariz carnosa, algo hinchada,
hacía juego con las mejillas sonrosadas. La boca grande, desproporcionada, era
la morada de una dentadura superpoblada, espléndida. Los dientes, grandes,
desencajados, simulaban las teclas de un piano. Al hablar, éstos se agitaban y escenificaban los ritos de una
extraña danza, como si de la pulsación de ese extravagante teclado que formaba
esa dentadura monstruosa, naciera un arpegio de sonidos vibrantes y monocordes. El resto no desentonaba con la
falta de armonía del conjunto. Si la cabeza y las manos prometían en la
infancia un corpachón enorme, el tronco nos mostraba a un hombre
insignificante, que se había estancado en los diez primeros años de su vida.
Éste destacaba como un pegote en contraste con la cabeza y extremidades: había
querido ser atlético y se había quedado en rechoncho.
La biografía de MacKay armonizaba con su
físico pintoresco. Cuando le interrogaban sobre el secreto de su éxito, no se
cansaba de repetir que no había recibido más instrucción que los sabios
consejos de una escuela rural y la dureza y sinsabores de la vida.
Multimillonario con tan sólo veintidós años, gracias a su brillante gestión de
una macrofábrica de salchichas, no tarda en conocer la ruina por culpa de una
arriesgada operación financiera. Durante la depresión anímica que sucede a la
ruina económica es iluminado por una mística revelación, se siente portavoz de
una nueva filosofía y se proclama apóstol de una nueva religión: el mercapanteísmo,
una filosofía que incide en la mística del consumismo. Su primer libro se
convierte casi de inmediato en un auténtico “best-seller” y constituye su obra
más emblemática. En efecto, “Dios, supermercados y revelación” le abre las
puertas de la fama. No tardan en surgir los primeros admiradores y, tras ellos,
los primeros fieles. Su segunda obra, ”Luces en la penumbra. Pensamientos en
claroscuro de un multimillonario, filósofo y poeta”, le consagra
definitivamente como un verdadero fabricante de éxitos, al tiempo que refuerza
el carisma de “un hombre del pueblo”. Gran conocedor de la mentalidad
norteamericana, MacKay insiste desde sus primeras obras en su calidad de
multimillonario, lo cual no se hace realidad hasta la publicación de sus dos
primeros libros. Subraya su condición de hombre rico, porque la gente confía
antes en los consejos de un multimillonario y no en los de un pelagatos
cualquiera. De ahí la prioridad, en el título de su segunda obra, del
multimillonario sobre el filósofo y el poeta. Los filósofos no ganan dinero y
los multimillonarios pueden resultar vulgares; pero un multimillonario al que
le adorna la tendencia filosófica abandona la antigua condición de hombre
tosco, embrutecido por el dinero, y se transforma en una personalidad “interesante”,
en un multimillonario “sabio”. Por si queda alguna sombra, se le añade el
título de “poeta,” y esta última distinción nos revela la auténtica dimensión
de nuestro personaje: la de un hombre dotado de una exquisita sensibilidad. ¿Se
puede pedir una síntesis más delicada de sabiduría práctica y sensibilidad?