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domingo, 25 de marzo de 2012

Kafka, Calvo y el increíble estómago rugidor.


   Un hombre se instala dentro de una jaula con todas las comodidades. Hasta hace poco vivía en un hotel de cinco estrellas, ahora los lujos se han trasladado a su nueva prisión:  un sofá, una butaca, una cama y una lámpara de mesa. Todo, salvo una cosa: comida. Es uno de los seguidores del Hungerdoktor, Henri Tanner, o doctor hambre,  uno de los muchos actores que hacen del ayuno un arte. A lo largo de los años mudará el escenario de estos hijos de la farándula: una habitación de un hotel, un circo, una urna de cristal en un restaurante o café; y en pleno siglo XXI, una jaula suspendida en medio de la nada cerca de la torre de Londres (David Blaine, Above the Below). Las posturas de los ayunadores irán evolucionando con los lustros: de pie, como Papus, sentados en un sofá o tumbados en el suelo. Sus habilidades se prestarán a interpretaciones variopintas. Para una feminista vienesa que corea las hazañas de una artista, el ayuno demuestra que el hombre y la mujer son iguales, al menos en el sufrimiento. Para el poeta alemán Becher, en su poema “Hungerkünstler”, los artistas del hambre son un símbolo de la explotación burguesa. 
    Pero a nosotros la lectura que nos interesa es la de Kafka, quien por aquellos días vivía en la capital prusiana. Muchas veces se ha creído que las parábolas del checo no estaban vinculadas con la realidad. Nada más erróneo. En 1928, como comenta Döblin en su novela “Berlin Alexanderplatz”, uno de estos ayunadores, Jolly, era la estrella de un restaurante Bratwurst y se exhibía en una urna de cristal, mientras los clientes devoraban suculentas salchichas. A finales de los años veinte este arte estaba en crisis. Succi, el inspirador de Kafka, había sido pillado in fraganti tomando un bistec, por lo que lo habían enviado a una confortable jaula “para mayor seguridad”. En el caso de Jolly el caso era más flagrante. Había sobornado a sus vigilantes para que le dieran chocolate a escondidas. No obstante, la coyuntura obedecía a motivos más profundos. En un mundo en el que los funámbulos desafiaban al vacío haciendo piruetas entre dos edificios, estas atracciones aburrían. Estos tipos eran demasiado estáticos y su final, previsible. De ahí que para sobrevivir algunos de ellos recurrieran a artimañas indignas de su genio: gritaban y lloraban para aparentar locura y dotar de mayor espectacularidad a su deterioro físico. Todo en vano.


     Nada que ver con el artista de Kafka. Como subraya Ricardo Signes en su entrada Bohemios nuestro héroe es un ayunador vocacional que se dedica a su profesión, porque no puede evitarlo. Cuando el vigilante le pregunta por qué no come, aquel le da una respuesta sorprendente: no hay ninguna comida que le guste.
     En el cuento del checo el protagonista muere de inanición ante la indiferencia de su público. Los publicistas de la empresa Calvo (DDD) han escrito un final alternativo en su anuncio el increíble estómago rugidor, realizado por Sebastien Grousset, bajo la dirección artística de Tamara Martín,  e ilustrado por Joan Chico. El protagonista del spot espanta a todo el mundo con los feroces rugidos de su estómago. ¿Por qué? Ningún alimento satisface a su estómago. En la oficina los compañeros huyen aterrados, la familia lo teme e incluso el gato brinca espantado en cuanto oye esos sonidos terroríficos. El ayunador decide que sólo puede vivir metido en una jaula de circo con la única compañía de dos leones; los únicos capaces de soportarlo. La familia no se pierde ni una función, y él demuestra su ferocidad saltando por un aro, mientras los dos felinos lo miran pasivos. La esposa, en un intento de transmitir normalidad a sus hijos, les dice señalando a los animales: “Mirad,  no tengáis miedo. Son los amigos de papá”. Frase admirable que podría figurar en el informe de la Academia.  Alguien me dirá que los publicistas han mezclado dos relatos de Kafka: “La Metamorfosis” y “El artista del hambre”, y tiene mucha razón. Sin embargo, el final es todo menos kakfiano. Un día el protagonista contempla desde la jaula un plato suculento. El director de circo abre la portezuela con precaución, temeroso de los feroces rugidos. El ayunador come unas albóndigas y su estómago enmudece: es un plato de cocina Calvo.  Ha encontrado por fin una comida de su gusto.
     Como parafrasea Signes en varias de sus entradas, cada uno es lo que come. (Balzac:el hambre y la novela, Alejandro Dumas y las patitas de elefante, El sabor de la memoria). Pensemos en Homer: tiene estómago en vez de cerebro. Algunos filósofos generan bilis, porque padecen malas digestiones o no toman all bran, como el anuncio de aquella pareja. Otro gallo nos cantaría si hubieran disfrutado de los platos de cocina Calvo. Nadie firma una pena de muerte tras una buena comilona, regada con buenos vinos. A Iván el terrible le rugía el estómago, porque no había conocido a Calvo. Hitler tenía malísimas digestiones, por lo que deducimos que tenía un terrible estómago rugidor. Napoleón sufría gases y almorranas. Sin duda, con un buen dietista, Europa habría permanecido mucho más tranquila, y no habría tenido que silenciar a sus leones.
      El otro final de la historia, como sugiere Signes, es mucho más dramático: el ayuno colectivo forzoso provocado por un cabo austriaco. Una noticia reciente de la prensa parece confirmar su vigencia. Un restaurante para anoréxicos de Berlín, en el que los comensales no prueban bocado ni los empleados. El ayunador ha conseguido su propósito: que todos hagan dieta. Pero esta idea ya ha nacido vieja. En los años treinta uno de estos artistas sale de la urna de cristal para conseguir un escaparate mayor, al descubrir que los verdaderos ayunadores no estaban detrás del cristal sino fuera, por eso  pondrá a dieta a toda Europa y logrará que esta se convierta en artista del hambre. Se llama Adolf, que en alemán significa lobo, y eso es lo que tiene, hambre de lobo. Algunos lo califican de Golem, que en hebreo significa “idiota”. No es humano, porque es mudo. Los más optimistas dirán que es una figura de barro moldeada por dos ventrílocuos: Goebbels y Goering, y que con el tiempo se deshará entre las manos más hábiles de los junkers prusianos. Sin embargo, lo que es inequívocamente suyo es su increíble estómago rugidor, al que no saciarán  las comidas mejor condimentadas. 










sábado, 3 de marzo de 2012

El señor Teckel 11




















11. La babosa.

    A la imagen de Teckel como perro guardián, se superpone la de un hombre que se arrastra con gusto ante su amo. Por eso Teckel recibió el honroso título de babosa. Fue Fullop quien nos contó la historia. Él fue testigo de cómo el hombre se convirtió en invertebrado.
    Cuando era niño creía que lo único que da color a la vida gris de las personas vulgares es el prestar testimonio de los hombres excepcionales. Pero, ¿qué ocurre si el biografiado es aún más oscuro que su modesto cronista? De Henry Teckel podía decirse que sus sentidos vulgarizaban lo que su mente había imaginado. Era un hombre gris, que difícilmente podía cristalizar en un mundo en colores. Por fuerza tenía que romperse en pedazos.
    Fue Fullop, el iconoclasta, el que convirtió nominalmente al amigo Teckel en un animal invertebrado, en una babosa, en un ser que no pertenecía a la especie humana. Fue Fullop quien nos prestó un testimonio incuestionable de los hechos. Un hombre sincero y honrado que merece toda nuestra confianza. Tal es su veracidad que me cuesta creer que no lo vi con mis propios ojos.
    Ya eran más de las seis y la oficina estaba casi vacía. Aquella tarde Fullop se había demorado, porque esa noche esperaba invitados a cenar. No sólo el menú no le agradaba (jamón al horno, un sacrilegio para un empedernido vegetariano como él), detestaba la risita estridente de la cacatúa de su cuñada y no podía soportar los aires de superioridad de su cuñado, director de una sucursal bancaria. Éste le aconsejaría largo y tendido sobre posibles inversiones financieras, y le sermonearía sobre el despilfarro que transpiraba toda la casa, mientras su cuñada (que siempre velaba por el “bien” de su hermana) entre risas mordaces censuraría su falta de ambición y le exigiría -ésas eran literalmente sus palabras- que buscara un trabajo más acorde con  la dignidad y la “posición social” de su mujer. Fullop, en la última cena que tuvieron juntos, le agradeció sinceramente sus ánimos y le prometió que la próxima vez que pidiera en matrimonio a una tabernera del puerto le preguntaría discretamente si era una duquesa disfrazada, que se había encaprichado con las vulgares distracciones de la gente del pueblo. A lo que añadió, para echar más leña al fuego, que sus modales no habían mejorado desde entonces. En el altercado que se produjo a continuación se dejaron a un lado los hermosos sentimientos cristianos; y a las lenguas viperinas de las dos arpías se unió la atronadora voz del cuñado (más terrible y amenazadora que la voz de nuestro obispo, cuando se sentía inspirado por las torturas del infierno) y la generosidad de sus puños que lo dejaron sin sentido. (Habría que añadir que el alma cristiana del cuñado se había formado en los muelles, donde trabajó durante su adolescencia). Pero lo peor no fue el quedarse noqueado, sino los días que sucedieron al exabrupto. Edith, su mujer, no
paraba de llorar y para consolarse recurrió -no podía ser de otra forma- a sus hermanos.
    En los días siguientes no se produjo ninguna escena de mal tono. Pero Fullop lo habría preferido a la frialdad glacial que lo envolvía. Sus cuñados no le dirigían la palabra, y su mujer sólo abría el pico muy de tarde en tarde para decir entre sollozos: ”¡Monstruo!”. La mirada gélida de sus cuñados parecía decir un día tras otro: “¡Criminal!” Fullop dudaba de si ese era el dudoso apelativo cariñoso, aunque era evidente su significado. Un día salió de dudas: su cuñada le dirigió una de sus miradas “amistosas” y él, que tenía afinado el oído por los suplicios sufridos, le oyó musitar en un hilillo de voz casi inaudible: “asesino”. Se imaginó una corte de comadres con su insufrible risita estridente, coreándole aquel miserable estribillo - ¡Asesino! ¡Asesino!- que le martilleaba en la cabeza, hasta que le estallaron los oídos. ¡Basta! Él podía luchar contra su familia, pero era incapaz de enfrentarse a la humanidad entera. Aquella misma tarde decidió firmar la capitulación. Eso sí; tenía que ser una rendición digna, que a él le permitiera jugar un papel respetable. Pero una vez asumió su derrota, la dignidad quedó a un lado y la rendición fue incondicional. A pesar de ello, le hicieron pagar caro la demora con nuevas humillaciones, que sólo arreciaron cuando mostró sumisión total.
    Desde aquel fatídico día había transcurrido apenas una semana, y el precio de su derrota consistía en soportar a su familia política cuatro cenas por semana. Hasta entonces los había invitado una vez a la semana. Pero sus queridos cuñados justificaban sus frecuentes visitas con el pretexto de que evitaban el que no la sometiera a tortura psicológica. Aunque el ambiente en el trabajo era tenso por aquellos días (habían anunciado reducción de plantilla), Fullop no dudaba en considerar al despacho “su auténtico hogar”. Incluso las reprimendas del jefe, su mal humor y su tono ofensivo sonaban a gloria en sus torturados oídos. Delante de mí llegó a calificar un comportamiento arbitrario y despótico del jefe como un gesto de amabilidad. Cuando yo me disponía a contradecir el absurdo, me cortó tajante con un gesto elocuente y me dijo: “tú no conoces a Edith”.