Un
hombre mantiene una entrevista clandestina en una taberna de Londres. Es un
poco grueso y recuerda por su jovialidad a Mister Micawber. Su interlocutor, un
gentilhombre embozado en una capa, se diría un espectro.
Hace
tiempo este caballero vio algo especial en el joven Dickens. Le gustó la
vitalidad y el ingenio del niño. Durante años ha sufragado en secreto su
educación y ha seguido sus pasos como taquígrafo. Ahora el muchacho ya está
maduro. El acuerdo con el viejo Dickens, alias Micawber, es simple. Desde este
momento su hijo abandonará su carrera
teatral e interpretará un único papel: el de Charles Dickens.
Para
crear la pantomima, contrata al genio del transformismo: Charles Mathews. Este
se inspira en sí mismo para dotar de verosimilitud a la estrella; tanto es así,
que muchos insinuarán que Charles Dickens nunca existió y que fue la creación
más lograda del actor.
Por
las noches, Charles se reunirá con el caballero. El joven es un agudo
observador y un magnífico imitador. Su interlocutor es incapaz de escribir
desde la soledad de un escritorio y reconstruirá, gracias a las actuaciones de
Dickens, aquellas tragicomedias que darán fama mundial al novelista.
Los
autores a la sombra se multiplican: aristócratas de gustos dudosos lo utilizan
como testaferro de unas fantasías inaceptables para la buena sociedad. Eso
explica obras tan dispares como Casa Desolada, Barnaby Rudge o Grandes
Esperanzas.
El
joven Dickens cumple a la perfección su papel, mas le asaltan momentos de
crisis. En una de esas depresiones acude a un exorcista, quien le revela que
algunos escritores se sirven de demonios mercenarios. El cisne de
Avon era un actor a sueldo que actuaba
como testaferro de autores sin nombre. A Victor Hugo se le coló bajo la levita
una gárgola erudita con un tratado del arte gótico para El Jorobado de Notre
Dame. Debajo de su cama, Defoe guardaba un cura que le dictaba la parte
edificante de su Robinson Crusoe; idea que copió de un español que, para su Guzmán de
Alfarache, secuestró a un predicador para que encubriera sus
fechorías contra las inquinas inquisitoriales.
Durante años el escritor
representa la farsa. Pero la fama le pesa bajo los hombros y, en las
postrimerías de su vida, abandona a ratos el papel de Charles Dickens y
se prodiga en los de “sus novelas” a través de sus lecturas públicas.
Ese
dejar de ser sí mismo tiene sus secuelas. Su estrella se rebela y Dickens muere
sin concluir su última obra: El Misterio de Edwin Drood. Los editores,
no obstante, no renuncian a los beneficios y traman una última estratagema: un
espiritista conjura el espíritu del novelista, quien escribe de corrido el
final de la historia. Esta parte apócrifa conserva en gran medida el
espíritu dickensiano, por lo que algunos expertos reconocerán la mano del
artista.
Sin embargo, un percance se
interpone en el engaño. Ya hemos dicho que Shakespeare y Dickens eran actores.
Durante años su puesta en escena fue un éxito, hasta que retrataron al
dramaturgo. Fue este su único fallo. El joven Dickens, conocedor del secreto
del bardo, planeó un destino similar y le encargó otro retrato a su amigo
Maclise. Un hilo maestro une a ambos. Se pueden adivinar los primitivos trazos
de un cuadro a través de los pentimenti, las tentativas del artista, antes de
plasmar la versión acabada de la obra. En el rostro de Shakespeare se aprecia a
simple vista las aristas de una máscara. El retrato alegre y desenfadado del
joven Dickens encierra asimismo el significado de su pseudónimo, Boz: una
máscara emborrona su verdadero semblante ¿O es una capa? Años más tarde un
escritor irlandés desvelará su secreto y lo utilizará en El retrato de Dorian
Grey. Con ello compartirá el honor de vender su alma a sus genios tutelares e
ingresará en el Parnaso de los artistas endemoniados.