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miércoles, 25 de mayo de 2016

Oxfordbrigde. El teatro de las maravillas 3.


3.     El doctor Tuhmahul.  
 
El Doctor Tuhmahul era un oculista de prestigio que no operaba sino que obraba milagros, por eso lo llamaban el Doctor Maravillas. Algunos sospechaban que ese toque mágico era un don heredado de una vida anterior. Un pequeño anticipo de esos portentos lo disfrutabas al admirar la placa gigantesca con su nombre, que destellaba unos rayos prodigiosos. Con sus letras arabescas cinceladas en bronce, deslumbraba a todos los que la distinguían a distancia. Más de uno se había sentido atraído hasta su clínica por su brillo y su glamour. Pero, amigos míos, con esta primicia las sorpresas no acababan más que despuntar. A la entrada de la consulta te salía al paso una urna repleta de gafas con cristales culo de vaso, auténticas máquinas de tortura para los hombres topo. Debajo de la urna un letrero desvelaba el enigma, toda una oda a su libertador: Ofrenda en agradecimiento al doctor Tuhmahul. La sala de espera estaba empapelada de retratos del mago irradiando carisma junto a celebridades: científicos de prestigio, los presidentes de círculos y sociedades científicas de todo el mundo, la National Geographic, la Smithonian, Royal Society, el Presidente de Union Pacific, los directivos del Monte Sinaí… Una  foto con profesores de Harvard, donde dio una conferencia sobre sus técnicas revolucionarias, aunque solo unos pocos con muchas luces vislumbraron en qué consistían. A nadie le extrañó, porque sus colegas y admiradores estaban acostumbrados a sus flores raras. (Era un misterio que no quería revelar. Una fórmula mágica. ¿Desde cuándo los alquimistas desvelan sus secretos? El mismo Presidente de los Estados Unidos, el mago de los magos, había estado a punto de ponerse en sus manos). Malas lenguas decían que el genial cirujano no operaba, sino un subalterno gris pero muy curtido. Nuestro galeno nos prevenía contra estos diablos rateros que te roban el alma, mientras te desgranan un chisme calentito o te hacen reír a destiempo con una broma diabólica. Sin embargo, todos esos rumores se convertían en humo en cuanto conocías al doctor en persona.

Nuestro  personaje parecía sacado de Las Mil y una noches: llevaba un turbante y, entre sus pliegues, un zafiro de veinte quilates. Con todo, lo que más atraía a sus pacientes no era tanto la joya como la fuerza hipnótica de su mirada y esa sonrisa que te hacía creer que Dios existe.

En las paredes de su consulta asomaban las raíces de su erudición: titulaciones con caracteres indescifrables, en cuyo fondo sobresalían grabados alegóricos –elefantes, cocodrilos, águilas, linces–, alusivos a los títulos reseñados, cuyo colorido no desentonaba con el papel pintado de la pared. Había aprendido tanto en un tiempo récord, gracias a libros tan prometedores como Diez preguntas para no volver a hacer preguntas (en el que estaban resueltos en unas páginas todos los arcanos del universo), y a otras luminarias no menos esclarecedoras. Nuestro  médico, amén de decenas de carreras, dominaba más de sesenta idiomas, raros, rarísimos, con los que deslumbraba a todo bicho viviente y espantaba a algunos espectros antiguos. Una de estas hazañas le había reportado fama mundial. Era uno de los pocos mortales que hablaba la lengua Bonduñón, con el doble bonus de que las había asimilado en muy poco tiempo, lo que el erudito Kamelinsky calificó entusiasmado de Aprendizaje Relámpago  (Blitzlerhe). Gracias a su supermemoria, había podido retener en apenas una hora el listín telefónico y la retahíla impronunciable de los reyes Zonzos. En una de las baldas de la consulta asomaban un par de libros que nos proporcionarían una pista.


Mas, ¡ay! El doctor no revelaría el verdadero secreto que le permitió  aprender la lengua Piñón sin esfuerzo, y el Bonduñón en un tiempo exprés. Sin ellas no se habría entendido en un país en el que no hablaban ningún idioma cristiano. Baste decir que nuestro héroe era un hombre de recursos.

Sea como fuere, nunca sabremos si estos libros fueron fantasmas o seres de papel y cartón, porque nuestro astutogaleno se dio cuenta de que el profesor Magoo estaba aireando su secreto y ocultó ambos libros. Cuando este volvió a posar sus ojos en el mismo lugar, estos habían sido sustituidos por dos tomos muy sesudos y ortodoxos: El Libro secreto de los códigos criptomistéricos.

Como era habitual, nuestro ilustre personaje había recibido a su paciente  envuelto en una atmósfera de misterio. Lo miraba a través de una bombonera, formada por varios diamantes engarzados entre sí. Sus ojos (los infinitos ojos de Argos), y las aristas de su retrato se cuarteaban en poliedros, matizados por el tono amarillo de los bombones. El escenario se esfumaba por este artefacto escénico. La pieza   adelgazaba y adelgazaba hasta volverse invisible y los perros guardianes, reclutas  de un ejército amorfo, sesteaban en una dimensión desconocida. El galeno estaba callado y meditabundo. De este silencio brotaría un torrente de palabras. El mago le hablaría de los escogidos y de las señales. Era la misma melodía de don Pancho, el guerrero visionario, con modulaciones más seductoras, las de un hombre de mundo.

– Le felicito por el descubrimiento de la tumba. El muchacho cumplió su misión. ¿Cómo lo escogió?– preguntó el doctor intrigado.

Una música relajante fluyó como melodía de fondo. La voz del doctor, la música, los grabados exóticos, las sombras danzarinas en la pared, todo ello contribuía a un aire de leyenda, todo eso y dos dogos pretorianos con collares de rubíes a los que acariciaba mientras atendía a su visita.

– Fue a través de una señal. ¿No se acuerda de lo que me dijo el otro día? le respondió el profesor Magoo . “El universo está lleno de señales. Un bocinazo  que no viene a cuento. Un ladrido sin ningún motivo. Un jarrón odioso, caído al suelo, sin que ningún espíritu lo empujara al vacío. Todo eso son signos que nos confirman entre los elegidos; todo eso, claro, y una cuenta solvente de varios millones de borgias.” 

Al salir un día de la consulta, continuó Magoo, vio señales por todas partes, coreadas por miles de ojos y bocas, ecos de una luz polarizada en innumerables figuras cósmicas. Aquella mañana se había hecho añicos una tetera muy enojosa; unas horas más tarde, al aparcar medio alelado, le había pitado un coche. O nuestro Magoo estaba entre los elegidos o el doctor hablaba como los ángeles.

Cuando bajó a la calle se topó con Alí Babá, un bazar que vendía magia a un precio de fábula: Lo más caro no sobrepasaba los diez borgias. Magoo se disponía a comprar una tetera, algo resultón que cubriera un hueco del aparador. El local estaba atestado de baratijas con oropeles varios, en el que se vendían titulaciones con bonitos grabados, como las que había visto en la consulta. Lo que escarbó un primer desasosiego. Los diplomas del doctor, ¿se habían desplazado hasta allí como si tuvieran patas? ¿Hasta estos dominios se alargaba la sombra del doctor Maravillas? Porque, además de los títulos, el bazar compartía algunos objetos glamorosos con el mago: un diván tapizado con motivos orientales,  un par de elefantes blancos que adornaban una de las interminables salas de espera –en las que los hombres topo se apretaban con calzador–, unas cortinas con unas bailarinas semidesnudas y una alfombra turca con motivos geométricos, gemela de la del oculista, que había despertado los elogios de una señora muy entendida.

Y entonces, entre tantos objetos familiares, la distinguió. Allí estaba en una de las baldas.  ¡Una bombonera igualita a la del doctor! ¡Imposible! ¡Si aquella era de Chartier!  Esta bombonera era una señal; pero, ¿qué significaba?

No tardó en obtener respuesta. A través de sus cristales vio la figura deformada de un chico moreno con un tupé rubio. Estaba robando un amuleto. Tras este hurto se disponía a salir, cuando el profesor Magoo se interpuso en su camino.

¿No estuviste ayer en mi recital poético?

En efecto, Saúl, porque de él se trataba, participaba en las actividades náutico es- colares como uno de los cabecillas. Ahora Magoo lo había pillado en una situación apurada y, a cambio de su silencio, le pagaba su latrocinio y le proponía un trato. Le ofreció la aventura de desenterrar la tumba de Usthiasuk. Con ello, Saúl obtendría la gloria y dinero. Pero la gente es muy descreída, así que debía llevar hasta allí a unos testigos de su hallazgo arqueológico. De esta manera, añadiría un plus a su liderazgo entre sus compañeros.

El descubrimiento había puesto en entredicho Oxforbridge, suscitando la curiosidad por los mundos antiguos. Cientos de padres, alumnos y profesores admiraban los jeroglíficos de las catacumbas y sentían nostalgia por el orden y la pulcritud de las aulas de antaño; pero eso no bastaba. Por eso el doctor había convocado a su discípulo, el profesor Magoo.

–Saúl hizo un buen trabajo –dijo Tuhmahul–. No obstante, con una última maniobra obtendremos la victoria definitiva. Circula una leyenda en torno a Usthiasuk. Se rumorea que, cuando este murió en la revolución educativa, anunció que despertaría de su tumba para destruir Oxforbridge. Pues bien, yo he dado con un conjuro para resucitar a la momia.

Cuando el doctor hablaba, Magoo no le quitaba ojo. Se decía que hipnotizaba con el zafiro del turbante. Este comenzó a emitir destellos, en tanto el mago, con un ejemplar de El sello de Anubis en la mano, ensayaba unos grimorios. El profesor no tardó en caer en trance y unas palabras se fijaron en su cerebro: “caudales de sabiduría”.



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